El 27 de noviembre de 1995, Jean Marlaux relató a un periodista de Le Monde la inusual experiencia que había vivido a principios de aquel mes. Jean caminaba con su pareja por la avenida Niel de París. Habían comido en un restaurante japonés de la zona y paseaban con el estomago lleno, aunque no mucho, de vuelta a casa. La mujer explicó al redactor del diario cómo iban charlando sobre la posibilidad de pasar las navidades en Burdeos, en casa de sus padres, y él le había dicho que sí, que de acuerdo, aunque por el tono de sus palabras podía entenderse que quería decir que no. Jean se sentía disgustada por esa contradicción. Si su novio no quería ir era más fácil que se lo dijera. No se iba a enfadar. Al menos no se iba a enfadar mucho. Pensaba desde hacía tiempo que una relación solo puede sostenerse en base a la confianza mutua. Así se lo dijo al redactor de Le Monde y así lo iba pensando mientras caminaba por la avenida Niel. Su hilo de pensamiento se interrumpió aquel día cuando cayó del cielo, tres metros por delante de ellos, el filósofo heterodoxo Gilles Deleuze, que se estrelló contra el suelo y les salpicó de sangre. Uno de los pensadores más brillantes del siglo XX había decidido aquella tarde que ya tenía bastante. Su enfermedad respiratoria le atormentaba desde hacía meses y, a los setenta años, ya no tenía esperanzas de encontrar alivio. Aquel sábado, tras uno de sus ataques, ese hombre original, inteligente y creativo, siguió una vez más su impulso y se arrojó de espaldas desde la ventana de su apartamento. Jean y su novio no sabían en aquel momento que el hombre con el cráneo cascado como un huevo de yema roja sobre la acera de la avenida Niel era un personaje relevante en la historia de la filosofía. Quizás ese acontecimiento era lo más cerca que Jean y su novio iban a estar de la trascendencia reservada a los grandes pensadores, políticos y deportistas. En todo caso, reflexionó Jean ante el periodista de Le Monde, tampoco parece que entrar en los libros de historia merezca la pena si al final esos grandes hombres terminan esparciendo sus entrañas voluntariamente por las aceras de París. Las navidades, por cierto, las pasaron en Burdeos.
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