viernes, 11 de octubre de 2013


- ¿Puedo hacer la ouija yo solo?
- Sí, pero quizás no llegues a comunicarte con los muertos, solo con enfermos graves.

martes, 1 de octubre de 2013

Luz de mi corazón ¿Por qué me has abandonado? Porque la tecnología led se ha impuesto en el mercado de consumibles eléctricos y mi degradado corazón incandescente estaba obsoleto. Además, contamina y jode el medioambiente. Animal.

lunes, 16 de septiembre de 2013

Un artista del hambre


Ayer fue el primer día de huelga de hambre. Desayuné un café con leche y un croissant para coger fuerzas de cara a lo que venía. Sé que una huelga de hambre no es cosa fácil, que requiere mucha fuerza de voluntad, así que pensé que lo mejor era estar físicamente fuerte para afrontar el reto.
Hacia el mediodía tenía mucha hambre. Deberían llamar a esto huelga de comer, no huelga de hambre, porque el hambre sí que trabaja, y mucho. No podía dejar de pensar en la comida. Las almóndigas me miraban desde la vitrina de la barra y los guisantes de la guarnición me parecían ojos que me gritaban cómenos Antonio, ríndete. Pero yo soy un hombre de palabra y de principios, y ya que había empezado mi huelga, decidí ser fuerte y continuarla. 
A media tarde comí unas almendras. Cuando íbamos de excursión a la montaña con mis padres, de pequeño, mi madre siempre llevaba una bolsita de frutos secos para recuperar fuerzas a mitad de camino. Después de caminar durante una hora, nos parábamos cerca de una cascada, nos sentábamos en alguna roca y comíamos las almendras o las avellanas de mamá. Luego seguíamos con fuerzas renovadas. Con esa técnica de Boy Scout, de supervivencia, pensé que soportaría mejor lo que quedaba de la primera jornada de huelga de hambre. Y así fue, las almendras me dieron la energía necesaria para continuar aquella tarde, aunque sabía que aún quedaban muchos días por delante. 
Con la puesta de sol, como los vampiros, mi estómago salió de su letargo y comenzó a rugir como un motor diesel de segunda mano. Necesitaba combustible. Pero mi fuerza de voluntad no iba a doblegarse tan fácilmente. Resistiría como un jabato si hacía falta. Quise buscar jabato en wikipedia para ver si describía alguna táctica especial para resistir propia de esos animales tan famosos, pero no tenía conexión a internet, así que desistí. Mi propia creatividad sería suficiente para imitar la resistencia legendaria de los jabatos. Aunque no sé bien lo que es un jabato. He crecido en la ciudad. Me lo imagino como una rata grande o como un cerdo pequeño. Con pezuñas. Peludo. Y con mucha resistencia. Ese soy yo. Un jabato.
No cené nada. Comenzaba a sentir un ligero mareo y la mente estaba más turbia de lo habitual. Las cervezas, con el estómago vacío, sientan mucho peor, todo el mundo lo sabe. A pesar de mi amplia experiencia con el alcohol, creo que con la quinta empezaba a estar borracho, y eso que yo no suelo emborracharme con menos de diez. Ya lo dicen los médicos cuando salen por la televisión, que una huelga de hambre puede provocar todo tipo de síntomas perversos en la salud. Aún así, mi fuerza de voluntad iba a ser implacable, estaba convencido, así que abrí al sexta cerveza seguro de que lo mejor para luchar contra la tentación es mantener las rutinas habituales, en todo momento posible, a pesar de estar en huelga de hambre. 

domingo, 15 de septiembre de 2013


La toalla estaba todavía húmeda en el toallero. Ella ha pasado por casa para ducharse, pensó él. El problema es que ella llevaba tres años muerta, aunque él no lograba aceptarlo. En la esquina de su casa, un furgoneta de DHL salió a toda prisa sin comprobar si el paso estaba libre y arrolló a su mujer a 50 kilómetros por hora un martes por la mañana.
Él seguía pensando que aquello era imposible, que no podía haber sucedido, y prefereía creer que ella regresaba a casa mientras él estaba en el trabajo. La toalla mojada era un signo claro de que había estado allí.
Podría haber dejado una nota por lo menos. Cada vez se estaba volviendo más maleducada. Últimamente no le hacía caso. Quizás tenía un amante. Le recorrió un escalofrío por la espalda. Un amante. Otro hombre tocando sus senos, introduciéndose dentro de su cuerpo. Le dio un mareo solo de pensarlo, como si le estuvieran violando. 
Eso debía de ser. Ella tenía un amante, por eso ya no le hacía el mismo caso que antes.
Con los días, tomó una determinación. Tenía que acabar con aquello, ya no podía mantener más aquella relación fraudulenta, no podía estar con una mujer que no le quería. Una mañana, antes de ir a trabajar, dejó una nota en la mesa de la cocina. Cariño, esto no puedo seguir así, quiero que nos separemos por un tiempo. 
Ella ni se dignó a contestar. Cuando él llegó a casa por la noche encontró la nota en el paruqé. Seguramente se había enfurecido al leerla y la había arrojado al suelo. Después se habría marchado triste y enfadada al mismo tiempo, dispuesta a no volver. El lloró durante horas aquella noche, ni siquiera se había llevado su ropa. Si le enviaba su nueva dirección haría un paquete para ella. 

jueves, 5 de septiembre de 2013

domingo, 1 de septiembre de 2013

Historia de la filosofía

El 27 de noviembre de 1995, Jean Marlaux relató a un periodista de Le Monde la inusual experiencia que había vivido a principios de aquel mes. Jean caminaba con su pareja por la avenida Niel de París. Habían comido en un restaurante japonés de la zona y paseaban con el estomago lleno, aunque no mucho, de vuelta a casa. La mujer explicó al redactor del diario cómo iban charlando sobre la posibilidad de pasar las navidades en Burdeos, en casa de sus padres, y él le había dicho que sí, que de acuerdo, aunque por el tono de sus palabras podía entenderse que quería decir que no. Jean se sentía disgustada por esa contradicción. Si su novio no quería ir era más fácil que se lo dijera. No se iba a enfadar. Al menos no se iba a enfadar mucho. Pensaba desde hacía tiempo que una relación solo puede sostenerse en base a la confianza mutua. Así se lo dijo al redactor de Le Monde y así lo iba pensando mientras caminaba por la avenida Niel. Su hilo de pensamiento se interrumpió aquel día cuando cayó del cielo, tres metros por delante de ellos, el filósofo heterodoxo Gilles Deleuze, que se estrelló contra el suelo y les salpicó de sangre. Uno de los pensadores más brillantes del siglo XX había decidido aquella tarde que ya tenía bastante. Su enfermedad respiratoria le atormentaba desde hacía meses y, a los setenta años, ya no tenía esperanzas de encontrar alivio. Aquel sábado, tras uno de sus ataques, ese hombre original, inteligente y creativo, siguió una vez más su impulso y se arrojó de espaldas desde la ventana de su apartamento. Jean y su novio no sabían en aquel momento que el hombre con el cráneo cascado como un huevo de yema roja sobre la acera de la avenida Niel era un personaje relevante en la historia de la filosofía. Quizás ese acontecimiento era lo más cerca que Jean y su novio iban a estar de la trascendencia reservada a los grandes pensadores, políticos y deportistas. En todo caso, reflexionó Jean ante el periodista de Le Monde, tampoco parece que entrar en los libros de historia merezca la pena si al final esos grandes hombres terminan esparciendo sus entrañas voluntariamente por las aceras de París. Las navidades, por cierto, las pasaron en Burdeos.